En España no infrecuentemente se producen reacciones altisonantes de políticos ante pronunciamientos episcopales en pro de la dignidad humana y el bien común. Sonado fue, en agosto, el ataque de Abascal contra parte de la jerarquía eclesiástica por Jumilla , sembrando sospechas e infundios; o la carta de Bolaños atribuyéndole a monseñor Argüello una comunión espiritual y moral con la extrema derecha por pedir que el pueblo pueda pronunciarse en elecciones. El ministro vincula al obispo con Abascal, mientras que este acusa al líder de los obispos de connivencia con el Gobierno. Ambas cosas son al mismo tiempo imposibles, cabe inferir, pues, que el presidente de la Conferencia Episcopal se ha pronunciado desde la justicia que brota de la fe y no de modo partidista. Un servidor querría responder con la doctrina social católica a cada cuestión que va saliendo, pero me lo impiden la falta de tiempo y las nulas ganas de entrar en refriegas públicas. Hoy sí que quiero pronunciarme yendo al núcleo de lo que es el servicio (‘diakonía’) o ministerio de la Iglesia de diálogo con el mundo a favor de la fraternidad y la justicia por fidelidad a Jesucristo. Ese diálogo ha asumido la rúbrica de ‘cultura del encuentro’ en el magisterio del Papa Francisco frente a la cultura del descarte y la polarización. La cultura del encuentro acontece cada vez que se buscan puntos de coincidencia en medio de muchas disidencias, y empeños artesanales, a veces muy costosos, de tender puentes. Es sensible a la vulnerabilidad, la diversidad y el cuidado; aspira a recuperar el sentido de gratuidad en las relaciones, así como el trabajo que dignifica la vida, los vínculos que construyen pueblo y los valores que permiten pasar del «bien-estar» individualista al «buen-ser» personal y comunitario. También celebra el progreso de la tecnología y su uso sobre la base de un humanismo donde en el centro esté la persona y su dignidad. Ese ‘leitmotiv’ del pontificado del Papa jesuita ha sido asumido por el Papa agustino, tal como se lo comunicó León XIV a los cardenales en su discurso del pasado 10 de mayo y como viene mostrando con sosiego estos meses: primacía del encuentro con Cristo; crecimiento en colegialidad y sinodalidad; atención al ‘sensus fidei’ de todo el pueblo de Dios; cuidado de los débiles y descartados, y diálogo valiente con el mundo. El encuentro real y concreto con la persona de Jesucristo es la raíz misma del ser cristiano y da un nuevo horizonte y orientación a la vida, llevando indefectiblemente al encuentro con los hermanos. No acontece en un subjetivismo solamente interesado en experiencias que supuestamente reconfortan e iluminan; ni en un ‘neopelagianismo autorreferencial’ de aparente seguridad doctrinal o disciplinaria que segrega elitismo narcisista y autoritario. El encuentro consolida comunidades serviciales y solidarias, que, como alma de los pueblos, se vuelven fuentes de vinculación social en un mundo muy roto, donde las relaciones digitales parecen dominar casi todo. Son comunidades deseosas de brindar misericordia a los alejados y excluidos; comunidades que se involucran con obras y gestos en la vida cotidiana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo; comunidades que acogen a los inmigrantes y acompañan con humildad y paciencia los procesos, por más duros y prolongados que sean; comunidades que fructifican siempre en vida nueva y, aunque sus frutos sean humildes e imperfectos, festejan cada pequeño paso adelante, como expresión del crecimiento de las personas. La Iglesia no es una ‘aduana’, sino «la casa abierta del Padre donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas» (‘Evangelii gaudium’, 47); una casa de puertas abiertas en la cual todas las personas sin exclusiones pueden «sentirse acogidas, amadas, perdonadas y alentadas a vivir según la vida buena del Evangelio» (‘EG’, 114). Así, la autoridad aparece como don precioso del Espíritu para servicio de la comunidad, ejercido dentro de ella a favor de la participación y la corresponsabilidad de todos. Es la gran llamada a vivir como Iglesia sinodal, buscando modos eficaces de participar, deliberar y discernir mejor la voluntad de Dios en los signos de los tiempos, a todos los niveles de vida eclesial. La convicción fundamental que aquí actúa es que, por el bautismo, el Espíritu Santo lo recibimos todos los fieles y por eso todos somos necesarios para desarrollar en el Espíritu nuevas ‘inteligencias’ de la Revelación. No se trata de sustituir la jerarquía con los fieles, sino de ejercitarnos en un caminar juntos que nos acomuna al servicio de la misericordia de Dios, según los diferentes ministerios y carismas. La verdad no se experimenta como canción de un solista, sino como coral polifónica donde también hay momentos para solistas. Tal es el estilo del magisterio pastoral de los últimos papas, cuyos fundamentos ha espigado el cardenal McElroy, arzobispo de Washington: al modo de Jesús, que comienza abrazando a la persona con amor misericordioso e ilimitado, luego sana el sufrimiento, y a partir de ahí la llama a reformar la vida; en un ‘arte de acompañamiento’ gracias al cual sacerdotes, religiosos y laicos aprenden a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada que es la persona con la que se encuentran; y enraizado en las situaciones de vida que hombres y mujeres experimentan, con las circunstancias enormemente complejas que frecuentemente impiden o dificultan vivir –incluso captar– la enseñanza moral de la Iglesia. En su misión de salvación y curación del mundo, la Iglesia está siempre en ‘salida’ de conversión para buscar a las personas en las periferias existenciales, aceptando que Dios, al otorgar «su primera misericordia» a los pobres, genera un doble movimiento: por un lado, el cristiano anhela ser compasivo con los pobres. Por otro, al reconocer a Cristo en ellos, al prestarles voz a sus causas y crear lazos de amistad, recibe «la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de los pobres» (‘EG’, 198). Poco tiene que ver esto con las estrategias populistas que convierten a unos pobres en ‘clientes’ controlables y caladero de votos, mientras que sobre otros siembran odio y rechazo (‘aporofobia’). La Iglesia del encuentro es misionera en su diaconía social de promoción de una vida económica, política y cultural bajo el signo de la justicia, la solidaridad y la paz, siempre desde la búsqueda de un sentido integral del desarrollo humano y sostenible de toda la persona y de todos los pueblos. En eso no puede ceder. El ministerio de reconciliación de la Iglesia servidora anhela restaurar la comunicación social. En sociedades tan polarizadas y tensionadas como las que vivimos, hay una necesidad desesperada de una Iglesia que no participe en la vida pública como una facción más para buscar ventajas o intereses particulares, sino que sea cauce de encuentro y diálogo hacia el bien común, con parresía evangélica, aunque arrecien los golpes. Eso es lo que corresponde al ser mismo de la Iglesia, que no existe para sí misma, sino que está al servicio de la alegre y vivificante noticia del Evangelio de Jesús.
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Author : (abc)
Publish date : 2025-09-21 17:04:00
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