En su reciente lección magistral en la Universidad Pontificia de Comillas, al recibir el doctorado ‘honoris causa’, el ex alto representante para Asuntos Exteriores y Seguridad de la Unión Europea, Josep Borrell, afirmó que la Historia ya no se hacía desde Europa. Al margen de hace 500 años, como él recordaba, hace 2.000, cuando era enteramente romana , Europa no sólo hacía la Historia, sino que, podría decirse, era la Historia misma. Mirar a las razones que lo hicieron posible en un marco compartido puede alumbrar nuestra polarizada Europa en la que, como él subrayó, «la historia es un producto de importación». Aunque la romana fue más una civilización de actuar que de reflexionar, ponderar las claves de su éxito se convirtió en práctica más o menos frecuente de la erudición de la época, sobre todo de la que escribía en lengua griega. Polibio, escritor cooptado en el siglo II a. C. por el círculo cultural de los Escipiones, tuvo claro que la verdadera causa del éxito de Roma fue su ‘equilibrada’ –podríamos traducir como ‘moderada’– constitución política, que aunaba lo mejor de las tres formas políticas clásicas: monarquía, aristocracia y democracia, y que hizo posible generar un marco común de convivencia mediterránea en menos de un siglo. Más tarde, una obra del siglo II d. C., el llamado ‘Elogio de Roma’, del orador de Esmirna Elio Aristides, hizo inventario de los méritos de Roma, asombrado de que «una pequeña ciudad» –que apenas sobrepasó el millón de habitantes– gobernase «la tierra toda», convertida en una «casa común», una ‘ecúmene’ global. Y concluía que, con corruptelas y periodos de polarización, el éxito de Roma fue esencialmente político, constitucional. Gobernantes que evitaban «gobernar mal» para inspirar así a sus súbditos; dirigentes que trataban de crear condiciones que –filántropas o benevolentes, en el texto original griego de este encomio– fueran favorables para ricos y pobres; y un claro respeto por la libertad individual que no estaba entonces reñido con «la firmeza y la autoridad» se contaban entre los haberes de la política de la ciudad del Tíber. Esa ordenación política –que se fue forjando ley a ley, sin un documento orgánico conjunto– se presentaba así como una constitución ‘equilibrada’, forjada en el consenso, en la «concordia» –la expresión es de Tito Livio–, en la que «los ciudadanos, sin excepción, en público y en privado, ayudan al cumplimiento de los decretos promulgados» y que, en una clara complementariedad entre los poderes del Estado y la iniciativa individual, motivaba que funcionarios y hombres de la Administración ejercieran su ministerio con vocación de servicio y de mejora social, algo que, para Elio Aristídes, no tenía «parangón con ninguna de las constituciones humanas». Fue así como Roma hizo la Historia, generó cohesión, creó un sentido de pertenencia que no sólo era cultural sino también político, con una ejemplar implicación del pueblo en la elección de los mejores magistrados y en el voto de las mejores leyes, algo que nunca antes se había conocido en Occidente. Esa capacidad, obviamente, no fue infalible, pues también el poeta Juvenal censuró que, a mediados del siglo I d. C., ya sólo los repartos de grano y los juegos de circo interesaban a un pueblo que, en Roma, era «el árbitro que concede honores o infringe castigos, el único puntal de dinastías y constituciones», según Polibio. No parece que los derroteros de la política actual, doméstica y forastera, sean exactamente esos que hicieron grande a Roma y, con ella, a Europa. Pero 2.000 años después la práctica política romana sigue alimentando la esperanza de que, como recordó el emperador Claudio a los senadores en el año 48 d. C., lo que hoy consideramos antiguo siga estando vigente y siga siendo necesario, al menos como modelo al que acudir y en el que inspirarse. Nos hace falta y nos conviene si queremos volver, efectivamente, a hacer, desde Europa, la Historia.
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Author : (abc)
Publish date : 2025-02-25 18:35:00
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