El reciente asesinato de Charlie Kirk , el primer mártir de MAGA, ha lanzado a la derecha norteamericana a una espiral de represión de la libre expresión sin precedentes. Los antaño defensores de la libre expresión frente a los excesos canceladores del Great Awokening, se han convertido en los peores represores. Trump es un posmoderno de derechas, y no solo por el estilo de arquitectura que prefiere, sino por su desprecio olímpico por los hechos en favor de los sentimientos, y su convicción foucauldiana de que la verdad esta dictada por el poder: su balance de la «operación especial» de Rusia en Ucrania se basa exclusivamente en los sentimientos: «No estoy contento con Putin… me ha decepcionado»; «la guerra es por el odio visceral entre Putin y Zelenski…». La evidencia de cientos de miles de muertos, las ciudades arrasadas y bombardeadas sistemáticamente, los miles de niños raptados… son irrelevantes: lo que realmente es importante son los sentimientos de quienes tienen poder, y sobre todo los del propio Trump, porque él es el más poderoso, y por tanto posee la verdad absoluta. Curiosamente, esta convicción de que la verdad es contingente a las emociones y los sentimientos la comparte Trump con su némesis ‘woke’, que habla sin cesar de los discursos ofensivos, las microagresiones y confía en los sentimientos, mas que en las determinaciones biológicas, para determinar el género de los ciudadanos. Son las dos caras del posmodernismo, una doctrina en la que, como decía Daniel Dennett, «no hay verdades, solo interpretaciones», y donde «la desconfianza en la propia idea de la verdad y su falta de respeto por la evidencia, se conforma con conversaciones en las que nadie está equivocado y nada puede ser confirmado, solo afirmado en el estilo que uno elija». El peligro de tener a un posmoderno radical como presidente de EE.UU. es que confiar la verdad a los sentimientos y al poder lleva directamente al totalitarismo, como ya escribió Hannah Arendt: «El sujeto ideal del régimen totalitario no es el nazi ni el comunista convencido, sino aquel para quienes la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y la distinción entre verdadero y falso (los estándares del pensamiento) ya no existen» En la Constitución americana, la primera defensa de la democracia frente al estado totalitario está constituida por la Primera Enmienda, que es la que protege explícitamente la libertad de expresión, prensa, asamblea y religión. Establece que el Estado no tiene potestad para establecer la verdad, sino que esta se decide en el «mercado de las ideas», que propuso John Stuart Mill en su libro ‘Sobre la libertad’, publicado el mismo año (1859) que ‘El origen de las especies’ de Charles Darwin. Esta enmienda, que se aprobó en 1791, construye su garantía contra el totalitarismo en un difícil equilibrio entre el relativismo y el determinismo darwiniano. El Estado nunca tiene el monopolio de la verdad ―al contrario que los reyes, la Iglesia o el Partido Comunista―porque la verdad ha de ser construida constantemente en un proceso de confrontación entre distintas ideas. La Primera Enmienda protege contra la idea de una verdad única e irrefutable y la convierte en un proceso evolutivo. Pero este régimen ideal de producción de la verdad queda desmontado cuando a ciertas ideas se les retiran los canales de difusión: la llamada «cancelación» ejercida por los medios y las instituciones ‘woke’ en la última década se basaba en esta estrategia de silenciar a quienes no son políticamente correctos. Como dijo De Gaulle «el silencio es la más poderosa arma del poder». El objetivo de la administración de Trump ha sido supuestamente el de revertir ese patrón cancelador y atacar a las universidades y a los medios para ecualizar el mercado de las ideas. Pero Trump ha hecho una lectura posmoderna del relativismo latente en la Primera Enmienda para declarar su monopolio sobre la verdad;―véase el estilo norcoreano de las reuniones de su gabinete. Sus amenazas públicas contra aquellos medios que dan «noticias falsas» ya resultaron en la cancelación de varios cómicos que se mofaban de él. Como depositario del máximo poder, Trump tiene potestad para decidir qué cadenas mienten… El propio vicepresidente, JD Vance, que había tuiteado sin cesar contra la «cancelación ‘woke’ de la izquierda» y acusado a los gobiernos europeos de un «retroceso» en la democracia y la libertad de expresión –diciendo que la mayor amenaza para Europa es la censura y supresión de voces disidentes–, ahora invoca a la FCC (la agencia que regula las comunicaciones interestatales e internacionales por radio, televisión, cable, satélite, internet…) a «revisar las licencias de emisión» de las cadenas que emiten semejantes críticas. El asesinato de Kirk se ha convertido en la falsa bandera que la administración de Trump estaba esperando para silenciar los discursos de signo contrario: Pam Bondi , la fiscal general, ha reclamado el castigo por «discursos de odio». Kash Patel , el director del FBI, ha anunciado la persecución de los «discursos de odio en redes sociales que incitan violencia», y ha defendido la represión contra las personas implicadas en discursos ofensivos. Hay quien habla de la emergencia de una «derecha woke», que amenaza con cancelar los discursos liberales, pero creo que es importante identificar las diferencias entre las formas de cancelación de los wokes y las de la administración de Trump. Mientras que la cancelación ‘woke’ operaba a través de una cultura que infiltró los medios y las instituciones culturales y educativas, la administración de Trump está utilizando los aparatos del Estado ―el Departamento de Justicia, el FBI, el FCC y hasta el mismo poder ejecutivo― para eliminar la libre expresión de sus críticos. La cancelación trumpiana es lo que antes llamábamos simple y llanamente represión: silencia al enemigo a base de la privación de libertad o incluso de la violencia. Es la forma de cancelación que han usado todos los autócratas de la historia de la humanidad, de derechas y de izquierdas. Es la que usan Putin, Maduro, Kim Jong-un y los ayatolas. Es la que sufrió el propio Kirk, y por eso es tan importante como excusa para la ola de represión desatada por la Casa Blanca. Es una estrategia muy distinta a la cancelación woke. Louise Perry, una joven feminista ‘post-woke’, argumenta que la cultura de la cancelación es inherentemente «femenina» en su estilo de agresión y opera mediante la sutil exclusión social, y el ostracismo grupal («no te sientes con nosotras» o «no eres de las nuestras»), en lugar de usar la confrontación directa, verbal o física, que ella asocia con dinámicas masculinas de agresión y confrontación. La cancelación ‘woke’ no necesita del aparato del Estado: se produce como una cultura que ocupa paulatinamente los espacios mediáticos, culturales y educativos y elimina a sus adversarios a base de exclusión social. Me pregunto si la Primera Enmienda puede evitar caer en el relativismo absoluto sin esos valores masculinos de la confrontación y de la agresión que Camille Paglia, la gran dama pre-woke y ahora post-woke, lleva décadas reclamando como el motor central de la cultura y el progreso. Quizá la cultura post-woke tenga que construirse sobre una nueva, despiadada y ofensiva crueldad de las ideas, que nos aparte por fin de los sentimientos posmodernos y de los cordones sanitarios, de los ‘wokes’ y de Trump―, y que nos devuelva al mercado de las ideas y su potencial evolutivo en lugar de condenarnos a la represión como sistema.
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Author : (abc)
Publish date : 2025-09-30 17:43:00
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