Hace unas semanas mi esposa me convenció para hacer ejercicios en el gimnasio de la casa. Llevaba años sin ejercitarme y estaba subido de peso. Inaugurando unos desusados hábitos atléticos, empecinado en adelgazar, subía todas las tardes a la cinta para correr, elegía una velocidad moderada y, una hora después, bajaba, sudoroso, alardeando de mi resistencia, como si hubiera corrido una maratón. Pensé que me sentiría mejor, gracias a ejercitarme. No ha sido así. Hace días me siento tan mal que ya no puedo subir a la cinta. Me ha atacado una enfermedad sin nombre, insidiosa. No me deja respirar