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Yuja Wang y la clásica a ritmo de jazz

Yuja Wang y la clásica a ritmo de jazz



Ya en 2004 nos apresurábamos a alinearnos en el grupo de quienes veían a Yuja Wang como una gran pianista, y no como un subproducto de márquetin, que incluía vestidos muy atrevidos para la seriedad de los auditorios clásicos. La verdad es que es una cuestión que sigue sin tener una resolución única: nadie se asusta hoy de la raja de su falda, ni de sus minivestidos ni sus colores llamativos; el caso es si los hombres y mujeres que conforman la orquesta que la acompañan deben seguir yendo de negro para no distraer al oyente con todo este tipo de reclamos. Pero lo cierto es que en el momento en que empieza a tocar ya todo lo demás deviene secundario. Por otro lado, el magnífico Steinway ofreció la oportunidad a la pianista china de demostrar su valía y sacó cuantos colores tenía el instrumento. Y justo su forma de tocar venía a ilustrar cuanto no nos convencía ayer de Antonio Oyarzábal, demostrando que se puede tocar suavemente sin que pierda cualidades el sonido, siempre que no se deje caer el pie sobre el pedal y se levante después de formar un zumbido de avispas en la tapa. Que se pueden hacer pianísimos sin que la sordina oscurezca el sonido o los dedos consigan hundir las teclas hasta el final sin que se interrumpa el sonido; que se vaya fraseando respetando las arcadas que el autor señala para las frases, las semifrases o los periodos. Y era de ver esos piececitos enfundados en esos tacones/andamio, cómo picoteaban en los pedales para que las notas fuesen precisas, para que se unieran sin dejar que se aturrullasen y conseguir así un sonido prístino, cristalino y, este sí, seductor . Hablamos, especialmente, del segundo movimiento del ‘Concierto para piano y orquesta’ en Sol mayor de Ravel, porque casi resume todo lo bueno que se puede decir de ella. Durante los cerca de tres minutos en los que inicia el tema notamos un dominio del tiempo que no tenía tan controlado hace diez años, con un sonido que el piano reserva para quienes saben sacárselo. Es el momento de la verdad, de la reflexión, de la música con mayúsculas. Pero es que pasado ese tiempo entró la flauta ( Adriana Ferreira ), inmediatamente el oboe ( Louis Baumann ), seguido del clarinete ( Vicente Alberola ); luego suavemente la cuerda apareció también, hasta llegar a una violenta modulación, que el piano enfatiza con una disonancia inesperada, cuya célula se extiende hasta la entrada del corno inglés , acaso el canto más emocionante ( Eloi Huscenot ), sea por esa sensación de nostalgia de su timbre o por la bellísima melodía, envuelto por el abrazo cálido del incansable piano. No quiere decir que el resto fuese mediocre, pero las intervenciones de las maderas a lo largo del concierto fueron ciertamente extraordinarias , creando esos contrastes tímbricos en los que Ravel siempre se mostró maestro. Aún señalaríamos al trompa solista Iago Bernat , cuyas puntualizaciones marcaron momentos señeros en el decurso no sólo del concierto raveliano, sino del resto de las obras. Este es el auténtico virtuosismo , el de sacar esos sonidos menudos al piano, que ya vimos que no es habitual ni entre los profesionales, y luego presentar de esta manera un movimiento que encogía el alma. El último movimiento explosiona no sólo en velocidad y poder del piano, sino en una percusión enérgica, presente , y en los metales , que jugaban con los ‘glissandi’ y ‘frullati’ del trombón ( Andreas Klein ), todo lo cual añade colorido a la fortaleza de este movimiento. Digamos que nos sorprendió encontrar el piano abierto en la primera posición de la tapa , tanto en el concierto como en la ‘Jazz suite’ de Tsfasman que cerraba el recital. Puede que la pianista quisiera mostrar el piano como un instrumento más de la orquesta y no como el protagonista. Tal vez en otras circunstancias no lo considerásemos lo más adecuado, pero a pesar del riesgo de que la orquesta lo ensombreciese, el piano no perdió nunca su presencia, incluso en los señalados momentos delicadísimos. O tal vez fuese una muestra más de virtuosismo extremo. Porque la orquesta no consideramos que fuese ‘de cámara’, dado la cantidad de músicos concurrentes; si acaso una orquesta clásica , y con particularidades como contar con cuatro percusionistas. Aunque al principio estuvieron más reducidos, de pie, enfrentados, como una orquesta barroca: el ‘ Concierto en Mi bemol mayor, Dumbarton Oaks’ fue concebido por Stravinski como un tributo a Bach y a sus Brandenburgo, de manera que la MCO recordaron con su disposición aquella que hace poco hemos visto en este Teatro con los Brandemburgo originales. Abrían el programa así, pero movidos por el viento sincopado de las partituras jazzísticas (ya saben lo que encaja Bach con el jazz, aunque él no se lo llegara a imaginar). Cerraba el concierto la ‘Jazz suite para piano y orquesta’ de Alexander Tsfasman , donde oíamos algo cercano a una orquesta de swing y un piano ciertamente de vértigo, tal vez a lo Art Tatum , alternando con unos violines -cuerda en general- que podía recordar a una banda sonora de aquella época. Desde luego se podría pensar que fue una pieza para lucimiento de la pianista china; aunque en cualquier caso sería una manera brillante para rematar este concierto, en el que hubo asistencia niños y jóvenes, que tal vez no hubieran aguantado un programa más serio. Sin embargo, el jazz más amable, más virtuoso, más rítmico y juguetón hacía la cita más atractiva y para todos los públicos.



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Author : (abc)

Publish date : 2024-11-16 00:47:27

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